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El hijo mayor es también un hijo perdido

HOMILÍA DEL XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Quito, 11 de septiembre de 2022

Por Mons. Alfredo José Espinoza Mateus, sdb

Me alegra volver a esta parroquia de San Francisco de Asís. Recuerdo mi visita en el año 2020 cuando salíamos ya del confinamiento.

Hoy la Palabra de Dios es muy rica, está centrada toda ella en el perdón, y pudiéramos decir que hoy se nos habla de “la alegría del perdón”. Esta es la “buena nueva” que resuena con vigor en este día. San Juan Pablo II nos decía que, “El perdón es alegría de Dios, antes que alegría del hombre. Dios se alegra al acoger al pecador arrepentido; más aún, Él mismo, que es Padre de infinita misericordia, suscita en el corazón humano la esperanza del perdón y la alegría de la reconciliación”.

Pero este perdón de Dios no siempre es entendido ni acogido por todos. Lucas, en este capítulo de su Evangelio que lo titulamos como el “capítulo de la misericordia”, quiere insistir sobre la aceptación dentro de la comunidad cristiana de los que han pecado, pero viven en la Iglesia. Es que también hoy nos puede pasar eso, también hoy podemos creernos justos y rechazar al pecador y completamente otra es la actitud de Dios, que es una actitud de acoger, comprender, aceptar, amar y perdonar.

Este perdón de Dios, esta misericordia de Dios, hay que comprenderla, aceptarla y acogerla en nuestro corazón. Y me quiero detener en una figura de la parábola del “Hijo pródigo” o del “Padre bondadoso”, como en realidad debería llamarse, que muchas veces no nos centramos en ella. Me quiero detener en la figura del “hermano mayor”.

El Papa Francisco nos dice: “En la parábola existe otro hijo, el mayor; también él tiene necesidad de descubrir la misericordia del padre. Él siempre ha estado en casa, ¡pero es tan diferente del padre! Sus palabras no tienen ternura: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes… ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto…!, el desprecio. No dice jamás “padre”, no dice jamás “hermano”, piensa solamente en sí mismo, se jacta de haber permanecido siempre junto al padre y de haberlo servido; a pesar de ello, jamás ha vivido con alegría esta cercanía”.

Preguntémonos de corazón cada uno de nosotros acerca de cuál es nuestra actitud en nuestra vida de cada día. ¿Hemos descubierto de verdad el amor del padre?

¿Experimentamos la misericordia de Dios Padre? Permanecemos junto a Dios, ¿por amor, por temor, por costumbre?

El hermano mayor acusa al padre de no haberle dado jamás un cabrito para hacer fiesta. “¡Pobre Padre! ¡Un hijo se había ido, y el otro jamás le había estado cerca! El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nosotros nos alejamos o porque vamos lejos o porque estamos cerca pero sin ser cercanos” (Francisco).

Me pareció interesante un comentario que leí cuando preparaba esta homilía. Decía que la parábola podría haberse llamado muy bien “La parábola de los hijos perdidos”. “No sólo se perdió el hijo menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debe hacer, pero interiormente, se fue lejos de su padre. Trabajaba muy duro todos los días y cumplía con sus obligaciones, pero cada vez era más desgraciado y menos libre”.

Esto nos puede pasar a nosotros cuando vivimos una vida cristiana simplemente de “cumplimiento” pero no de amor. Nos creemos buenos, perfectos, miramos al pecador desde arriba, porque creemos que estamos junto al Padre, pero en verdad, estamos lejanos de su misericordia.

El hijo mayor es también un hijo perdido. Preguntémonos en qué o dónde se perdió este hijo mayor. Pudiéramos señalar varios aspectos:

Se perdió en el “resentimiento”. Este resentimiento lo ha amargado, lo ha enfadado y le causa envidia de su hermano menor.

Pudiéramos atrevernos a decir que este hijo siempre ha buscado agradar a su padre, ha evitado desilusionarlo, pero también ha experimentado desde muy temprano cierta envidia a su hermano menor que parece estar menos preocupado por agradar y parece ser “más libre” para hacer sus cosas pero que sin duda se equivoca en el uso de esa libertad. Y en esta “envidia”, también se perdió el hijo mayor.

Se ha perdido el hijo mayor igualmente en el “orgullo”, el mismo que se refleja en la queja que hace a su padre: “Hace tanto tiempo que te sirvo sin desobedecer…”. En esta queja, obediencia y deber se ha convertido en orgullo y en una carga, y el servicio se ha transformado en esclavitud.

Se ha perdido en el juicio y la condena, la ira y el resentimiento, la amargura y los celos. Sin duda que el hijo menor pecó de forma visible, pero, el extravío del hijo mayor es mucho más difícil de identificar. Al fin y al cabo lo hacía todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba, le alababa y le consideraba un hijo modelo. Aparentemente no tenía fallos, pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente aparece la persona resentida, orgullosa, severa y egoísta que estaba escondida, y que con los años se había hecho más fuerte y poderosa. En todas estas actitudes negativas estaba perdido el hijo mayor.

El hijo mayor también ha perdido en su corazón, en su interior, la “alegría”. Sus palabras duras reflejan un corazón que siente que nunca ha recibido lo que le corresponde. No ha podido experimentar, buscando siempre “agradar”, el corazón de Dios. No olvidemos que la alegría de Dios es perdonar, que estar cerca de Dios nos debe llevar a una alegría plena, verdadera, auténtica, y esta alegría da sentido a nuestra vida cristiana.

¿El hijo mayor puede retornar al Padre? Sí. Francisco nos recuerda: “El hijo mayor también tiene necesidad de misericordia, estos que se creen justos, tienen también necesidad de misericordia… Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para recibir una recompensa, sino porque se tiene la dignidad de hijos co-responsables. No se trata de “baratear” con Dios, sino de estar en el seguimiento de Jesús que se ha donado a sí mismo en la cruz, y esto, sin medidas”. Además, señala que, “Los hijos pueden decidir si unirse a la alegría del padre o rechazarla. Deben interrogarse sobre sus propios deseos y sobre la visión que tienen de la vida”

La parábola termina dejando el final en suspenso: no sabemos qué cosa ha decidido hacer el hijo mayor. ¿Qué decides tú, qué decido yo? Estamos invitados a entrar a la casa del Padre y participar de su alegría, en la fiesta de la misericordia y de la fraternidad. Abramos nuestro corazón a la misericordia de Dios y seamos misericordiosos como Él. ASÍ SEA.