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"Llenemos nuestras lámparas con el aceite de la solidaridad"

HOMILÍA DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO

Quito, 08 de noviembre de 2020

Con mucha alegría celebro hoy aquí, en esta Iglesia de “El Belén”, la primera iglesia de Quito. Fue aquí donde se celebró la primera misa con motivo de la fundación de Quito.

Aquí se levantó una capilla conocida con el nombre de Veracruz. A raíz de la batalla de Iñaquito se construye la ermita conocida como el “Humilladero de Santa Prisca” y a partir de 1787 pasó a llamarse “El Belén”. Me hubiera gustado que sea la parroquia número 100 que visito, pero es la número 99.

Como nos dice el P. Froilán Serrano, un gran sacerdote de nuestra Arquidiócesis, y párroco de El Belén: “Aquí vienen muchas personas a encomendarse al Señor de los Remedios para pedir por la salud de los seres queridos, llega mucha gente de fuera de Quito que busca esa ayuda espiritual de Dios. Es por eso que la Capilla del Señor de los Remedios es la más demandada, porque cuentan que tiene el poder de dar milagros”.

Y hoy pido por ese milagro para todos los que sufren del Covid19, y pido por la salud de Marcela, una gran amiga y hermana de toda una vida.

El Evangelio hoy nos cuestiona profundamente: ¿Estamos vigilantes? ¿Vivimos una fe que arde e ilumina nuestro corazón y el corazón del mundo? ¿Se nos acaba el aceite en nuestro interior cristiano? ¿Qué aceite llena nuestras lámparas de vida?

Se nos habla de cinco jóvenes prudentes y cinco jóvenes “necias”. A estas últimas, se les acaba el aceite, van al pueblo a comprarlo. En el momento crucial de sus vidas, se dieron cuenta de que sus lámparas estaban vacías, de que les faltaba lo esencial para encontrar el camino de la auténtica alegría. Estaban solas y así quedaron, solas, fuera de la fiesta.

Al igual que ellas, nuestra fe cristiana se ha ido como extinguiendo, se han ido apagando las lámparas porque no hay aceite en nuestro corazón y como consecuencia, también se va apagando la luz de la fe en la sociedad, van desapareciendo muchos valores cristianos, sustituidos por otro tipo de valores o simplemente por un vacío de valores.

Hoy, en medio de esta pandemia, que no ha bajado, sino que, al contrario, se está aumentando y ello porque hay muchos que no se cuidan, que son irresponsables, que no piensan ni en ellos peor en los demás, el Evangelio nos invita a estar “vigilantes”.

 

“Vigilar” no es estar siempre con miedo, ni dejarnos vencer por la angustia. Un cristiano no deja de vivir, de disfrutar la vida y de incorporarse seriamente a las tareas de la sociedad y de la Iglesia. Lo que pasa es que lo hace con responsabilidad, con la atención puesta en los verdaderos valores, los que valen en verdad la pena, sin dejar llevar por el relativismo de este mundo, por la pereza o por la inercia.

¿Qué debemos hacer? Hemos de cuidar que no se nos apague por dentro la vida. Hay que mantener despierta la esperanza, ello significa no contentarse por cualquier cosa, no desesperar del ser humano, no perder nunca el anhelo de “vida eterna” para todos, no dejar de buscar, de creer, de confiar. Muchos vivimos así, confiando en el Señor, llenos de esperanza, creyendo y esperando la venida de Dios.

Viene una pregunta a nuestra mente, ¿por qué las cinco jóvenes poco previsoras reciben una dura sentencia condenatoria si no han hecho nada malo? Aquí nos topamos con el tema de la omisión, “no han hecho nada malo”. Este “no hacer nada malo” es también una manera de hacer el mal. Y de estos cristianos que “no hacen nada malo”, está lleno el mundo. No hacen nada malo, pero tampoco hacen nada bueno. No son cristianos que dan comer al hambriento, dan de beber al sediento, no visten al desnudo… es decir, no viven el “código”, como nos dice Francisco, sobre el que seremos juzgados.

Francisco nos dice: “En el momento indicado, cada uno mostró de qué había llenado su vida” Así, las jóvenes demostraron que no habían llenado su vida de lo esencial, se les acabó el aceite. Es que, si el creyente no invoca a Dios, no llena su vida de esperanza, no celebra nunca el domingo, Día del Señor, no se alimenta de la Eucaristía, no se reconcilia con el amor de un Dios que perdona, no sirve a su hermano, se vacía la lámpara, su lámpara se apaga porque no hay aceite. El cristiano sólo crece cuando acierta a alimentar “la lámpara de su fe”. La vida cristiana “no se improvisa y mucho menos se compra” (Francisco).

 

Y el Papa nos hace una pregunta fundamental: “¿De qué están llenas nuestras lámparas?”. Debemos preguntarnos de qué tipo es el aceite que alimenta nuestras lámparas. Es bueno examinar cómo trabajamos día a día para aumentar la intensidad de nuestro fuego, y de nuestras reservas. ¿O acaso desperdiciamos las ocasiones de crear fraternidad, de amar, de servir a los hermanos?

“En determinadas circunstancias, nos dice Francisco, nos damos cuenta con qué hemos llenado nuestra vida. ¡Qué importante es llenar nuestras vidas con ese aceite que permite encender nuestras lámparas en las múltiples situaciones de oscuridad y encontrar los caminos para salir adelante!”.

Llenemos nuestras lámparas con el aceite de la solidaridad, de la generosidad, del perdón, del amor, de la cercanía, de la oración, de la paciencia, de la escucha del otro, del servicio al más necesitado… estos y tantos aceites más deben hacer que nuestras lámparas no se apaguen, que iluminen nuestros caminos e iluminen el camino de los demás.

No esperemos que otros nos den el aceite. Cada uno debe cuidar su fe. Es nuestra tarea de cada día, para que cuando llegue el Señor, que llega en el momento menos esperado, como ha llegado en este tiempo de pandemia para tantos hermanos, estemos con la lámpara encendida y podamos entrar a la fiesta. ASÍ SEA.